“Una vez sufrió un judío un naufragio. Todos sus bienes se hundieron en el mar. Hasta él mismo hubiese muerto ahogado, si no se hubiera mantenido firmemente sujeto a una tabla de madera, que se separó del barco. Con la ayuda de esta tabla, llegó a pisar tierra en una isla. Apenas hubo llegado a la orilla, se dio cuenta de que muy cerca de este lugar había una torre en cuya cumbre habían muchos centinelas, los que se dieron cuenta de la llegada de una persona, tocaron su heraldo y avisaron en voz alta: -¡Fíjense, aquí llega el Rey!
Corrieron a su encuentro y gritaron: – ¡Aquí está nuestro Rey!
Lo recibieron con mucho cariño, le pusieron un manto purpúreo y lo llevaron en sus hombros a la ciudad. En la plaza principal había una tribuna de madera, donde lo dejaron subir, coronaron con flores y el pueblo exclamó: -¡que viva el Rey! ¡Que viva el Rey! – Lo llevaron por las calles de la ciudad en una procesión solemne. Mientras erigían el estandarte, las campanas de las torres empezaron a sonar, y toda la isla estaba estremecida por los gritos: – ¡Que viva nuestro Rey!
Se pararon delante de un palacio maravilloso de puro mármol. Allí llevaron al extranjero y lo hicieron sentar encima del trono real tallado de marfil. Le colocaron la corona real incrustada con piedras preciosas y le pusieron un cetro dorado en su mano. Vino el sacerdote con su atuendo oficial, lo ungió y lo bendijo. Aparecieron los nobles del pueblo, se inclinaron delante de él y le pronunciaron su juramento de fidelidad.
La ciudad estaba llena de júbilo y todos felices en honor a su Rey.
El judío que sufrió el naufragio tan sólo pocos minutos antes, se sentía muy extrañado con toda esta escena y no podía comprender nada, ni creer a sus ojos no a sus oídos. Estaba convencido de que estaba profundamente dormido y todo lo que experimentaba, era tan solo un sueño. Pero, al día siguiente, cuando se despertó en el aposento real, vino un sirviente que lo lavó y lo untó con los aceites más finos y los friccionó con los mejores perfumes, y entonces empezó a pensar en su nueva posición. Le vistieron con trajes preciosos y lo acompañaron a una sala muy linda, en cuyo centro había una mesa con comidas exquisitas. Sirvientes estaban parados alrededor de él y esperaban su seña para cumplir con todos sus deseos. Ahora sí que empezó a creer en un milagro.
Entraron ministros para deliberar con él sobre asuntos del Estado. Altos oficiales del ejército le entregaron sus informes. Llegaron jueces y le pidieron que confirmara sus proyectos de leyes. El jefe de la guardia de la cámara del tesoro le entregó las llaves. Estaba muy extrañado por esta enorme honra que le prestaron, pero no podía entender el enigma. No podía entender, por qué habían elegido los habitantes de un país a un hombre para su Rey, si no lo conocían. Tampoco sabía por qué le asignaron, justo a él, esta dignidad enorme, y por qué lo encontraron, justamente a él, digno de todo eso. Nunca habría podido imaginarse llegar a un rango tan alto, con toda la pompa de los palacios, con todos los caballos y las carrozas. No encontró tranquilidad de su corazón. Todos estos acontecimientos misteriosos e incomprensibles no dejaron tranquila su alma, ni su conciencia. Quería encontrar la solución del enigma. Llamó a uno de sus fieles servidores, en quien tenía confianza, y le habló así:
- Explícame, amigo mío, qué es lo que pasa acá, pues esto nunca había pasado antes. Que un hombre llega de la nada al pedestal más alto, que hombres de un país grande unten a un extranjero como Rey, le confíen su vida y su fortuna y pongan delante de sus pies todos los bienes de su vida.
Le contestó el sirviente: – Rey mío, sé muy bien que no puedo ocultar la verdad. Pero se nos prohibió muy estrictamente revelar el secreto, y si yo lo hiciera, todo el pueblo consideraría que he cometido un pecado enorme contra todos.
Pero unos días más tarde, el Rey insistió mucho, diciéndole: – Yo te juro que si tú no me desvelas la verdad, no voy a comer ni tomar nada y moriré delante de tus ojos.
Le parecía al sirviente que ya no podía esconder la verdad delante de su amo y le dijo: – ¡Escúchame mi Rey! Hace mucho tiempo rige en este país la costumbre de no elegir como Rey a una persona que haya nacido aquí, sino sólo a un extranjero. En un día definido del año, esperamos delante del portón de la ciudad. Y el hombre que llega primero, lo elegimos nuestro Rey por un año, y cuando llega el último día, le sacamos los atuendos reales y le ponemos los vestidos que tenían puestos al llegar y después, lo llevamos al camino por donde llegó. Lo llevamos a la costa del mar, lo ponemos en un barco y lo llevamos a una isla pequeña y muy árida. Allí lo dejamos totalmente sólo.
Al escuchar estas palabras, el Rey se asustó mucho y le preguntó a su sirviente: – Y todos los reyes que me antecedieron, ¿sabían lo que les esperaba en un cierto día?, – No mi Rey, dijo el sirviente. –Ellos pasaron sus días de reinado a lo loco y nunca pensaron en su fin.
El Rey le dijo entonces: – Yo veo que tú eres inteligente y yo simpatizo contigo. Dame un consejo ¿Qué tengo que hacer para salvar mi alma y para que no me pase a mí la desgracia que les tocó a mis antecesores?
El sirviente le dijo: – ¿Quién soy yo para poder dar consejos a mi Rey? Pero si tú quieres escuchar mi consejo, entonces manda a esta isla árida algunos esclavos, y les ordena trabajar la tierra. Que planten pasto, plantas y hortalizas, planten árboles de fruta. También manda llevar allí dos de cada tipo de animal doméstico; y aun muchacho joven y a una mujer joven, para que sean fértiles y se multipliquen. La tierra va a tener su fruto y los cereales se recolectarán. De esta manera, toda esta tierra en la cual te pongan en exilio, será tu propiedad y el día que termine tu reinado, vas a tener delante de ti una mesa puesta con todo.
Esta idea le gustó mucho al Rey y siguió el consejo. Eligió a los mejores esclavos, dignos de confianza, y los mandó en forma secreta a aquella isla. Allí realizaron su trabajo, según el deseo del rey. Construyeron casas y caminos, plantaron viñedos y trasformaron esta isla árida casi en un paraíso.
Apenas terminó el año del reinado, llegó el momento de la prueba que pasaron todos los Reyes que reinaron antes de él. Sus siervos se pusieron muy extraños con él. Llegaron donde él, le sacaron la vestimenta preciosa sin piedad, le sacaron las llaves que le habían sido entregadas le pusieron sus vestidos viejos que habían sido guardados y le acompañaron por un sendero angosto, fuera de los portones de la ciudad. Allí lo condujeron por un camino hondo por el cual había llegado, y lo metieron en un pequeño barco de la marina. Este lo llevó hasta la isla abandonada. Pero él no tenía ninguna desesperación en su corazón, sino mucha tranquilidad, pues allí encontró un lugar con comodidad y bienestar, un lugar que se había preparado cuando era todavía Rey. Allí podía descansar de todo su trabajo y sus tribulaciones.”
Cuento judío